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Vuelo 001 de Pan Am, octubre 1962, por Raúl García-Morineau

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Desde la ventana de mi oficina en La Casa del Viaje, a media tarde veo el Airbus de Air France regresar de París; imagino a sus pasajeros llegando a México con las maletas hinchadas de compras y la bolsa del Duty Free con perfumes de última hora y quizá unos quesos esperando no ser detectados por el perro en la aduana. Pero más importante es el equipaje vivencial, los recuerdos de sabores, sonidos, luces y sombras coleccionadas por los viajeros cada día durante el viaje.

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Ver los aviones descendiendo cada tarde sobre el bosque de Chapultepec me remite a 1962, a mis 18 años cuando regresé de mi primera vuelta al mundo. A pesar de ser un tardío adolescente inmaduro, ignorante y engreído, tuve la “fortuna”, gracias a don Guillermo de la Parra (entonces dueño de los Hoteles Crystal y de la Editorial Argumento que publicaba los comics de Memín Pinguín y las series de “Lágrimas, Risas y Amor” con las novelas de Yolanda Vargas Dulché) de viajar alrededor del mundo con un grupo de 15 amistades de don Guillermo para hacerme cargo de vigilar equipajes, traducir las explicaciones de los guías de ser necesario, reconfirmar vuelos y hoteles y resolver cualquier posible problema.

De aquel viaje regresé con muy pocas compras, no llevaba dinero, pero traje el alma cargada de vivencias maravillosas.

El viaje, salvo un desvío a Calcuta, siguió la ruta del legendario vuelo alrededor del mundo, el 001 de Pan Am hasta Estambul (San Francisco, Honolulu, Tokio, Hong Kong, Bangkok, Delhi, Beirut, Estambul, Londres y Nueva York).

Entre los millares de momentos memorables está la llegada a Tokio en una noche lluviosa y mi necesidad apremiante de salir a caminar bajo la llovizna por las calles aledañas al Palace Hotel frente al complejo del Palacio Imperial para asegurarme que al fin pisaba el Extremo Oriente de Asia. Otras imágenes muy vivas son instantáneas de Hong Kong: los carteles en chino tapizando las bardas en las calles, las muchachas con sus “qipaos”(vestidos entallados de seda, abiertos por un lado de la pierna), el mercado de Yau Ma Ti y sus tiendas ofreciendo docenas de variedades de tés, comercios de “vinos” de rata, mono o víbora con el animal dentro de la botella o los vendedores de cobras despellejando a las serpientes y colgándolas de un gancho para que terminaran de morir antes de ser entregadas a la ama de casa que haría un rico guisado con ellas. Hong Kong, Estambul y por supuesto la India me dejaron más recuerdos que todas las otras ciudades del viaje juntas.

La llegada al antiguo aeropuerto de Dum Dum, en Calcuta, una sórdida reliquia de la Segunda Guerra, con altos techos y focos colgando de cables sucios llenos de insectos volando alrededor de la luz amarillenta, me dejó una de las memorias más deliciosas de mi vida. Jamás olvidaré la imagen del vista aduanal, un anciano uniformado de kaki, descalzo y con bermudas, mirando intrigado los pantis de seda verde pistache con encajes color crema que encontró en la maleta de una de mis pasajeras. El aduanero, maravillado con la suavidad y delicadeza de la prenda, la admiraba elevándola hacia la pálida luz del foco para apreciarla mejor. El esposo de la dueña de los pantis finalmente repeló: “Oiga Raúl, dígale a este güey que ya estuvo suave, ¿a poco a usted le gustaría que alguien estuviera enseñándole a todo mundo los calzones de su esposa?”.

Durante el resto del viaje me acompañó el “mal pensamiento” de la Sra. “x” usando aquella prenda tan bella y sensual. Salvo esta imagen especial y entrañable que todavía atesoro como una gema, entre los mil recuerdos de la India, el más intenso es Varanasi al alba, las piras del crematorio de Manikarnika y el inmenso Ganges arrastrando en su corriente dos cadáveres flotando a un costado de nuestra lancha con cuervos picoteándoles la carne blancuzca.

Al destapar las memorias de aquel viaje, se me viene encima una avalancha de imágenes cuya reseña requeriría de un libro entero. La noche de mi regreso a México mis padres y hermanos se desvelaron hasta las tres de la mañana oyendo la deshilvanada relación de mi viaje. Tenía demasiado que contar. Era como si hubiese transcurrido un año desde mi salida en vez de sólo 40 días. Y es que cuando viajamos vivimos más.

Al día siguiente de mi llegada mi padre me llevó temprano en su auto a Teotihuacán. “Quiero aprovechar que todavía traes ese lente de los viajes en la mirada y en tus sentidos y veas las pirámides antes de recobrar la percepción de la ‘vida diaria’ y las rutinas cotidianas”. Llegamos a Teotihuacán cuando no había gente. Me quedé sin habla, nuestra “Ciudad de los Dioses”, casi vacía, austera como una colosal sinfonía de Beethoven de piedra, me golpeó brutalmente. Jamás había visto algo así…

En aquel viaje no fuimos a los más grandes sitios arqueológicos como Angkor, Ellora, los descomunales templos del Sur de la India o Egipto. Se aprovechó la ruta del vuelo 001 de Pan Am. Cuando pensé que las sorpresas habían terminado, encontrarme frente a nuestras pirámides fue como el inesperado gran final de una película épica.

Para conocer estos maravillosos destinos, La Casa del Viaje ofrece diversas y atractivas opciones.

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Raúl García-Morineau es director de Operaciones de La Casa del Viaje. Es indudablemente el gran gurú de los viajes. Un apasionado de las historias, culturas y leyendas de cada país, de cada rincón. Con una extraordinaria y fructífera trayectoria en el turismo y 56 años dentro de esta fascinante industria. Fue durante mucho tiempo director general de Mexamérica.

Es uno de los embajadores de viajes más representativos en México. Hoy en día deleita con sus seminarios y cursos sobre los maravillosos viajes y paquetes que ofrece La Casa del Viaje.


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