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Quebec, la vida provincial

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¡Qué chula es Montreal la cosmopolita y la vieja e histórica Quebec! Con sus grandes museos, calles tapizadas de grafitis y restaurantes con platillos deconstruidos o cocina de autor, flechan a quien pone un pie en ellas con amor a primera vista. Pero donde las ciudades quebequenses terminan, el encanto más genuinamente provincial empieza. Es cierto, en los pequeños pueblos de Quebec no hay esa mezcolanza fascinante que se encuentra en las ciudades, pero qué pueden tener un parque urbano y un mercado orgánico que no tengan el bosque completo y los huertos y campos que hacen de Quebec una de las granjas más importantes –y sin duda bonitas– del mundo.

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Aunque la provincia es enorme, no es necesario ir muy lejos de las principales ciudades para encontrar los tesoros rurales. La Isla de Orleans, en las afueras de la vieja Quebec, es un pedacito de tierra increíblemente pintoresco que sobresale en el Río San Lorenzo. En ella, además de casitas como de cuento tapizadas de hojas multicolores (¡en otoño es una locura!), se puede ir para comer, de la mano de los productores y como si no hubiera un mañana: quesos, paté de ganso, licor de cassis, vino, pan, frutas de temporada y sidra. Pointe-du-Lac, un pueblo chiquitito justamente a medio camino entre Quebec y Montreal, guarda una dulcísima sorpresa. Los árboles de maple que tapizan los bosques no son solamente un agasajo a la vista, también al paladar. En la Cabaña de Azúcar de Dany la tradición de hacer miel de maple artesanal, comer en mesas comunales al ritmo de música folclórica (la versión quebequense de algo parecido a la polca) y comer desde hotcakes hasta sopa hecha con maple es cosa de todos los días.

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Además de mucha comida y una calidez de esas que ya no suelen verse, los pueblos quebequenses también tienen sus encantos extremos. Cuando Baie-St-Paul se cubre de nieve durante el invierno, las montañas se convierten en enormes pistas para andar en motonieve y la montaña, desde donde se puede ver el Río San Lorenzo, en un centro de esquí que tiene el título de ser el más alto en el este canadiense por su desnivelación. Y cuando la nieve se derrite, los senderos se transforman en pistas de bici y las aguas del San Lorenzo en la casa de ballenas que, con suerte, salen a saludar para una foto. ¿Quién dijo que en el mundo desarrollado la vida rural no tenía chiste?

Por: Marck Guttman

www.quebecoriginal.com

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