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Caúcaso

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A pesar de la belleza de su caligrafía, el georgiano, la lengua de Georgia, es irreconocible, ya sea leída o escuchada… Al salir manejando en Tiflis (Tbilisi, capital de Georgia) mi temor era no encontrar señales escritas en las carreteras con caracteres latinos indicando hacia qué pueblo me dirigía, pero la cálida hospitalidad de la gente me animó a salir solo hacia las montañas del Cáucaso…

Una mañana de septiembre salí hacia las grandes rocas del Cáucaso, donde Zeus encadenó al titán Prometeo para que su hígado fuese devorado, todos los días hasta la eternidad, como castigo por haber robado el fuego de Hefesto y llevarlo a los hombres.

A media hora de Tiflis encontré Mtsjeta (Miskheta), una de las ciudades más bellas y antiguas de Georgia. Su Catedral ortodoxa de Svetitsjoveli, “la de la columna dadora de vida”, fue construida en 1029 d.C. sobre la iglesia original del siglo IV, donde se supone está enterrada Santa Sidonia con el Manto Sagrado de Cristo. Esta iglesia ha resistido las peores mareas de la historia: persas, árabes, las hordas de Tamorlán, rusos y soviéticos, que a lo largo de los siglos han ultrajado íconos e incendiado altares. Sin embargo, mantiene su grandeza como si el enorme Cristo Pantocrátor del ábside, atrás del iconostasio, custodiara el magnífico templo inmune a la incuria y la barbarie.

Siguiendo hacia el Norte por la antigua Carretera Militar Transcaucásica a través de una campiña verde salpicada con las tintas doradas del otoño, algunos pueblos y una que otra huerta o viñedo comenzaron a aparecer en el horizonte en las siluetas de los Montes del Cáucaso. Me detuve un par de veces para respirar el viento frío de las montañas y corté una hermosa hoja de parra marchita con manchas rojas y doradas, y la guardé entre las páginas de un libro.

Comencé a entrar en las gargantas de la Gran Cordillera del Cáucaso poco antes de llegar a la aldea de Stepantsminda. Me registré en el hotel para pasar esa noche y ahí me sugirieron contratar un jeep con chofer para llegar a la Iglesia de la Trinidad en Gergeti, frente al monte Kazbek, la cual consta de sólo una capilla con dos cúpulas y se alza sobre una colina como una sencilla atalaya en medio de uno de los paisajes más sobrecogedores.

Esa noche, mientras cenaba bebía un vino rojo recomendado por el chef. Según él estaba elaborado con los métodos de hace ocho milenios, reposado tres años en un “kvervi” (las tinajas de terracota como en sus orígenes). En el pequeño comedor, una chimenea crepitaba mientras un viento casi siberiano rugía afuera y silbaba entre las montañas… ¿acaso serían los gemidos del pobre Prometeo viendo cómo el águila de Zeus le devoraba las entrañas?

Por Raúl García-Morineau


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