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Destinos

Fue en pleno verano cuando visité Golconda por primera vez. Al salir del auto, un sol blanco de casi 50 ºC abrasó mi cabeza, la sentía como una olla exprés a punto de estallar y corrí hasta un árbol con más ramas que hojas para protegerme bajo su raquítica sombra. Poco a poco me fui aclimatando y después de las palabras de Naga que describían la ciudad de la dinastía Qutub Quli como el naufragio de un barco antiguo, olvidé el calor y me concentré en las almenas y ojivas derrumbadas sobre la colina coronada por el Baradarí, el antiguo pabellón de audiencias. Al contemplar los escombros de esta ciudad, no pude evitar sentir un nudo en la garganta ante el espectáculo de tanta grandeza en su proceso de extinción. Lo mismo experimenté cinco días después caminando entre los templos y bazares desmembrados de Vijayanagar, o años antes en Angkor Wat y en las reliquias romanas de Pompeya y Leptis Magna en Libia.