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Tierra de héroes

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Yo crecí con la leyenda del sismo del 85, no me tocó pero a mis papás sí. Y digo leyenda porque lo veía como algo lejano, un suceso que impactó a México, que se llevó vidas y quedó marcado para siempre en el país, tanto que cada 19 de septiembre la ciudad hace un simulacro.

Cualquiera que vive aquí, desde niño sabe de los temblores, y podemos o no tenerles miedo pero aceptamos su existencia, entendemos los tipos de movimientos, desarrollamos un conocimiento agudo por ellos y sobre todo, sabemos cómo se sienten.

Siempre le preguntaba a mis papás cómo se había sentido el del 85, dónde estaban, qué pasó, si la gente ayudó o si ellos ayudaron. No preguntaba por morbo simplemente porque es algo de lo que los adultos hablan y yo sólo tenía una vaga idea, mencionaban la destrucción de la ciudad, las historias milagrosas de rescates, relatos tristes de gente que no lo logró, o incluso el documental sobre los bebés que sobrevivieron.

Todas estas historias sólo podría imaginármelas o darles algún tipo de vida a través de lo que puedes encontrar en la web; pero ahora, el 19 llegó y ya no tengo más preguntas.

Y como dice Villoro en su poema ‘El puño en alto’: “Me dolió una parte del cuerpo que no sabía que existía: la piel de la memoria, que no traía escenas de mi vida”.

Ese día yo estaba en un piso 8. No sentí pánico, traté de calmarme y tranquilizar a otros; había siete personas más conmigo y todo se movía, tronaba, rechinaba, me sentía dentro de una gelatina. Sabía que el sismo tenía que parar, pero como siempre, en los movimientos telúricos esos segundos son los más largos de tu vida. Sólo veía las caras de las personas a mi alrededor y sí, creo que en algún momento, como todos, pensé que eso era todo, que era el fin.

Llegaban las noticias a través de redes sociales sobre diferentes temas: la magnitud, los daños, el humo, las placas, el epicentro, la Condesa, Xochimilco, Coapa; pero todo lo viví en cámara lenta. No sé por qué sabía que estaba a salvo, pero no entendía lo que pasaba, porque si bien viví temblores anteriores, nunca nada como éste.

La cara de shock de la gente es algo que nunca olvidaré, al menos en la zona lejana a la que sufrió más estragos estábamos como zombies, creo que cada quien veía todo pasar de forma diferente, como si fuera otra realidad. Después empecé a percibir un aire de tristeza, adrenalina e impotencia; y con eso llegaron las noticias, videos y fotos de edificios caídos, gente atrapada o perros perdidos. Sabía que algo estaba mal pero seguía sin entenderlo, y luego todo cambió, nosotros cambiamos, nos activamos, los mexicanos se encendieron, no sé cómo, y en vez de huir del peligro corrieron al mismo.

El aire, la sensación, lo que se percibía no era sólo solidaridad y empatía, era simple y pura hermandad, porque si bien no nos une la sangre nos une el águila devorando una serpiente. Somos alrededor de 20 millones y nos hicimos notar, las calles se llenaron de gente, niños, adultos, abuelos, jóvenes… Las clases sociales se disiparon.

Murieron las etiquetas, fuimos uno solo. Nuestro corazón tricolor latía al mismo ritmo y el único deseo que teníamos en ese momento era salir adelante como hermanos, buscar vidas, ayudarnos, confortarnos, sacarnos de aquel aire gris en que la naturaleza nos había tratado de ocultar a la 1:14 de la tarde.

Las redes sociales hicieron su cometido. La gente dejó de postear cosas sin sentido, la publicidad paró y los chistes no existieron; sólo se transmitía información que ayudara, que nos sanara. Listas de personas, centros de acopio, albergues, restaurantes dando comida, hoteles dando estancias, nombres de calles donde había que acudir a ayudar, números de teléfono, perros: así fluía y fluía el México que siempre soñamos.

Los nuevos sitios web nacieron como plataformas de ayuda. La gente tomó la ciudad y lo hizo unida, como esa familia que somos. Eso es algo que nadie olvidará nunca, hicimos tanto ruido que el mundo no sólo se fijó en el terremoto: se enfocó en nosotros y se dio cuenta que nos estábamos salvando, que pese a la desgracia nos volvimos más hermanos, que creamos por momentos una utopía.

Los tabloides no se hicieron esperar, fuimos noticia internacional y la ayuda de otras especies llegó, algo que jamás nos hubiéramos imaginado en el país número uno en perros callejeros con Frida como heroína, a ella se sumaron otros países; Japón decía que no era solidaridad, sino amistad.

Y lo único que quedará en la memoria son cadenas de personas pasando escombros, sin discriminación alguna. Todos querían ayudar, usar las manos para algo y salvar la ciudad, como la ferretería que donó su inventario, el taquero que fue a dar lo que tenía, el viejito humilde que donó dos kilos de arroz o el que desde Michoacán en silla de ruedas el escombro levantó.

No necesitabas conocer a alguien para ayudar, te bastaba el hecho de saber que era una vida; como el señor que gastó su dinero en tamales, los albañiles que subieron al metro con pala o pico y fueron a excavar, los niños que fueron a confortar, los ciclistas que repartieron, los motociclistas que ayudaron a médicos, las empresas que abrieron su red de internet y los hospitales que recibieron a todos. Así como quienes donaron, crearon despensas, rescataron perros o los que abrazaban porque lo necesitábamos, los que gritaban, los que callaban y los que levantamos el puño en señal de silencio.

De crear una hermandad generamos esperanza, el mundo conoció a los mexicanos en su más pura expresión de empatía y solidaridad. Demostramos de qué estamos hechos, qué es lo que nos mueve y lo que nos hace pertenecientes a esta tierra azteca, tierra de héroes.


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