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La Ruta de la Seda

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El barón Fernando von Richthofen, tío del “Barón Rojo”, Manfred von Richthofen, el heroico piloto alemán que derribó 80 aviones enemigos en la Primera Guerra Mundial, fue quien bautizó los caminos que desde principio de nuestra era atravesaban valles, ríos y desiertos, desde Changan (actual Xi’an), cruzando Sinkang y las cordilleras del Pamir y el Karakorum hasta Samarcanda, Bukhara, Khiva, el Cáucaso y Constantinopla, llevando seda, pieles, especias, porcelana, jade y otros productos chinos a Occidente.

El comercio trae como consecuencia intercambios culturales: los oasis y aldeas donde se proveían de víveres, los caravaneros atrajeron monjes budistas, misioneros cristianos (nestorianos y maniqueos), desde el siglo VIII santos, musulmanes y también bandidos depredadores de los productos de los comerciantes y generosas rameras que calmaban la sed de lujuria acumulada en los mercaderes durante los trayectos por los senderos más peligrosos del mundo. Algunos de estos oasis se convirtieron en importantísimos centros de cultura. Ciudades con inmensos bazares como Kashgar, ruinas de capitales de antiguos reinos como Bezeklik, y Gaochang, o lugares con 500 cuevas preñadas de esculturas y murales sobre la vida del “Iluminado”, como Dunhuang donde el monje Wang Yuanlu encontró infinidad de manuscritos en chino, tibetano, kotanés, sánscrito, sogdiano tangut y uigur.

Hasta hace unas tres décadas, estos caminos eran muy poco frecuentados por turistas. Sólo los viajeros más aventureros soportaban las terribles e interminables carreteras de tierra; sin embargo, gracias al impulso civilizador del turismo y su efecto como promotor universal, ahora ya se puede llegar la Ruta de la Seda en avión o por carreteras pavimentadas y se puede dormir en impecables hoteles de tres, cuatro y hasta cinco estrellas… y más aún, estas encrucijadas de historia y leyenda: las cuevas budistas de Dunhuang, los “Montes Arcoiris”, el oasis de Turfán y sus extraordinarias frutas, y las ciudades de Khiva, Bujara y Samarcanda cuyos nombres bastan para transportar el alma a los cuentos y la edad dorada de las matemáticas, poesía y arquitectura islámica, aún conservan todo su embrujo y el mismo poder de seducción que fascinó a Marco Polo y a los más grandes viajeros de la Edad Media.


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