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Boceto de “La Virgen y el Niño con Santa Ana y San Juan Bautista” de Leonardo da Vinci

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París es la ciudad que más amo en el mundo, pero debo confesar algo: hace más de tres décadas no he regresado al Louvre ni al Museo d’Orsay o ningún otro museo… Sin embargo, como ya lo he expresado anteriormente, durante mucho tiempo mi preferencia en Europa estaba dividida entre Londres y París, y siempre preferí la National Gallery, con obras tan magistrales como el boceto de La Virgen y el Niño con Santa Ana y San Juan Bautista de Leonardo da Vinci.

En ocasiones, asomarse a los dibujos donde los maestros ensayan los pasos para la realización de una pintura es mucho más emocionante que estar frente al cuadro terminado porque los trazos del bosquejo nos acercan a la realidad humana del artista, a sus dudas, sus indecisiones y a la intimidad, a veces dolorosa y lenta, de los procesos creativos que suelen perderse en la obra final.

Leonardo, como lo fue Miguel Ángel y Rafael, era un consumado maestro del dibujo, y su superlativa habilidad con el carbón, el lápiz y el gis, se manifiesta aquí en toda su grandeza, más que en ningún otro de los dibujos que conozco del genio florentino.

Este boceto

Se encuentra en un pequeño cubículo especialmente acondicionado con la temperatura y penumbra idóneas para proteger el papel y los trazos del dibujo; esto le confiere a la obra un misterio especial, es como asomarse a hurtadillas al taller de un brujo y ver el hechizo de una luz recién nacida, amorfa todavía entre los sfumatos y las líneas del carboncillo, acariciando el extraordinario rostro de la Virgen e iluminándole los hombros, el pecho y un fragmento de la atmósfera a sus espaldas.

Este cartón de la National Gallery es mi obra favorita de todo lo que conozco de Leonardo, y la cara de la Virgen, a mi gusto, junto con la Venus de Botticelli, es el más extraordinario ejemplo de belleza femenina del Renacimiento Italiano, muy por encima de las madonnas de Rafael e incluso sobre la deliciosa Madonna de Fra Filippo Lippi en Florencia.

Por Raúl García-Morineau,
La Casa del Viaje


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